Sucedió el pasado Viernes Santo. En el reloj daban las cuatro y cuarto de la tarde, con un sol que, para alegría de muchos, acompañó a la cofradía hasta bien entrada la tarde. El Cachorro llevaba ya media hora en la calle. Avanzaba por la calle Castilla pero a la altura de Procurador sucedería algo que bien podría haber formado parte de uno de los largometrajes del director manchego Pedro Almodóvar: «Mujeres al borde de un ataque de nervios», sin ir más lejos (comedia incluida). Una señora bien vestida, según detallan los testigos, que portaba una pequeña urna, se acercó con un chico joven al costero derecho del paso del Cristo de la Expiración, cerca de la delantera del mismo. Abrió la urna, introdujo su mano y ocurrió algo que nadie hubiera imaginado jamás: la señora esparció un puñado de cenizas de su marido fallecido por toda la delantera del paso, como si estuviera lanzando caramelos desde una cabalgata de Reyes Magos un 5 de enero, ante el estupor de todos los que observaban la escena. Pero no sólo el paso quedó cubierto de una fina capa grisácea de cenizas. El capirote del maniguetero derecho ocultó por un momento su color negro, al igual que el oscuro de los trajes del capataz y de su mano derecha, Fernando.
Todos, entonces, comenzaron a sacudirse la ropa para dejar el menor rastro posible de lo que el propio capataz del Cachorro, Ismael Vargas, calificó como de «macabra anécdota». La gente que aguardaba en la calle Castilla para ver la cofradía empezó a retirarse lo que podía del paso, en medio de una protesta generalizada por lo que allí había pasado y todavía con la nubecilla de ceniza en el ambiente. El fiscal, que junto con otros miembros de la corporación intentaron eliminar la huella del suceso de los respiraderos y demás partes del paso donde había caído el polvillo del difunto, le indicó al capataz que continuara lo más rápido posible en dirección al Altozano. Pero Ismael Vargas, aprensivo a estas cosas del más allá, prefirió delegar el martillo a su segundo de a bordo hasta que se hubiera despejado la ceniza o el discurrir del Cachorro por el arrabal trianero le hiciera olvidar el disgusto. Seguidamente, Fernando cogió un pañuelo de papel, agarró el martillo y llamó a los costaleros.
Todo se fue diluyendo mientras una de las imágenes más veneradas de Triana y Sevilla se iba acercando a la carrera oficial. Allí, en la Campana, desde las trabajaderas le recordaron a Ismael Vargas sus 40 años guiando al Cachorro por las calles de la ciudad. Con toda la naturalidad y sin hacer alarde de la efeméride, en voz baja, agradeció el gesto. Sin embargo, en la memoria de este hombre siempre quedará el día que las cenizas de un difunto fueron a caer en el paso del Cachorro y en su traje.
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