La Semana Santa se vendrá abajo cuando se ponga una cruz de guía en la calle y no haya nadie esperando al primer nazareno de la cofradía.
La Semana Santa estará tocada de muerte cuando ese niño que sale en la Borriquita no se despierte con la ilusión de una mañana de Reyes clavada en los alfileres limpios de sus ojos.
La Semana Santa tendrá los días contados cuando ese anciano no sienta el cosquilleo que provoca el Domingo de Ramos en el olmo viejo y hendido por el rayo de su memoria.
La Semana Santa se irá a pique cuando el puente de Triana no sienta el temblor de la corriente verticalque provoca la agonía del Cachorro, esa forma de morirse sin morir del todo.
La Semana Santa se hundirá definitivamente cuando le falten las flores -sí, las flores- y los llantos a la Esperanza que nos hiere con el ancla insomne de esa emoción que nadie es capaz de explicar.
La Semana Santa nos dejará para siempre cuando se aleje el palio de la Amargura y nadie sienta la melancolía que Ojeda bordó en su manto.
La Semana Santa desaparecerá de la faz de la ciudad cuando nadie la eche de menos en los hospitalesdonde se celebra la Pasión de verdad, en las cárceles donde las saetas duelen por dentro, en las casas donde las sillas están abonadas a la Soledad, en la distancia que nunca es el olvido.
La Semana Santa dejará de tener sentido cuando las mujeres del Señor no claven su mirada de aguaen el rostro del Hijo que buscan por los callejones de marzo o las plazas de abril.
La Semana Santa se habrá terminado para siempre y para nunca jamás cuando no haya que restaurarle las manos a la Macarena.
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